Lucía siempre había sentido que vivía atrapada en una niebla espesa, como si su vida se desarrollara detrás de una cortina invisible que la separaba de los demás. Desde pequeña, su mundo estuvo marcado por las sombras de recuerdos dolorosos: gritos, miradas frías, silencios cortantes y noches interminables de soledad. La infancia no había sido un refugio, sino un laberinto lleno de amenazas, y en cada recodo de sus recuerdos quedaba una cicatriz más.
Ya en su adolescencia, Lucía buscó desesperadamente algo que la rescatara de esa sombra que siempre la envolvía. Pero el amor, o lo que ella creyó que era amor, también le mostró su rostro más cruel. Se entregó a personas que no entendían su fragilidad y que, en lugar de cuidarla, la hicieron añicos. Cada relación era una herida más en su ya herido corazón, y cada decepción la sumergía más en una realidad que sentía ajena. Empezó a creer que el mundo era un lugar hostil y que ella, tal vez, merecía cada golpe recibido.
Al llegar a la adultez, el peso de esos recuerdos y experiencias se había convertido en una especie de prisión invisible. Su vida se había convertido en una rutina mecánica: levantarse, ir al trabajo, regresar a casa y, al final del día, enfrentar los interminables pensamientos que la mantenían en vela. En el fondo de su mente, sin embargo, sentía que su vida no debía ser así, que quizá existía otro camino, otro universo donde su historia no fuera sólo un eco de dolor y silencio. A veces tenía visiones de esa otra vida: una en la que se sentía libre, en la que sus pasos no estaban acompañados por el miedo. Era como si viviera atrapada entre dos realidades paralelas, una donde reinaba la tristeza, y otra, apenas visible, donde podría habitar la paz.
Los días pasaban y Lucía cada vez se sumergía más en esa especie de mundo alterno. Soñaba despierta con una versión de sí misma que no estaba rota, que caminaba segura y fuerte, que podía mirarse en el espejo sin evocar cada golpe y cada lágrima que la había marcado. En ese otro mundo, la voz que la despreciaba en su cabeza estaba en silencio, y sólo existía el murmullo suave de una vida tranquila. Pero al regresar a su realidad, la esperanza desaparecía, y se encontraba de nuevo atrapada en sus propios recuerdos, en ese lastre pesado de experiencias que llevaba sobre los hombros.
Fue durante una noche especialmente oscura, cuando el silencio se volvió insoportable, que Lucía decidió escribir una carta. En ella, escribió a esa otra Lucía, a la que vivía en esa realidad sin dolor, y le pidió que le enseñara a encontrar la paz. La carta era una súplica desesperada, una manera de buscar respuestas en el único lugar donde todavía veía algo de esperanza. Al terminar, dejó la carta en su mesa de noche y se durmió con los ojos aún húmedos.
A la mañana siguiente, al despertar, sintió algo diferente. La carta seguía ahí, intacta, pero algo en ella había cambiado. Era como si una pequeña parte de esa otra realidad, de esa otra Lucía, hubiera comenzado a filtrarse en su vida. No tenía explicación para lo que sentía, pero, por primera vez en años, había una leve brizna de calma en su interior. No era mucho, pero era un comienzo.
Desde entonces, Lucía comenzó a escribirle todos los días a esa versión de sí misma, la versión que habitaba en el mundo de paz y calma. En cada carta, exploraba sus miedos, sus traumas, su dolor, y poco a poco, sentía que estaba haciendo las paces con su propia historia. Empezó a entender que, aunque el pasado había sido cruel y la vida dura, tenía la opción de forjar su propio destino. Tal vez, esa otra Lucía nunca había sido una persona diferente, sino la Lucía que ella podía llegar a ser.
Con el tiempo, esas cartas se volvieron un ritual de sanación, una especie de puente entre esas dos realidades. La línea entre lo que había sido y lo que podía ser comenzó a desdibujarse. Lucía aún llevaba sus cicatrices, pero dejó de verlas como un castigo. Poco a poco, empezó a sentir que podía pertenecer a este mundo, que podía transformar su dolor en algo más, y que quizá, después de todo, merecía la paz.
Y así, Lucía comenzó a construir su propia vida, aprendiendo a valorar cada paso que daba, porque cada uno de ellos era una pequeña victoria contra los fantasmas de su pasado. La otra realidad, la otra Lucía, se desvaneció con el tiempo, no porque fuera inalcanzable, sino porque, finalmente, Lucía había aprendido a vivir en paz consigo misma.
PSD: Mi relato dedicado a una persona a la que quiero mucho, le deseo todo lo mejor para que consiga remontar el vuelo y sentirse libre y en paz. AY
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