lunes, 27 de enero de 2025

La Última Prueba

 

Lealtad


"Recuerda esto," me dijo un día mi mentor, mientras la luz dorada del atardecer se filtraba por las persianas de su despacho. “Sé leal a los tuyos o no vales una mierda.”

Lo soltó así, sin rodeos, como si estuviera tallando las palabras en piedra. Lo miré en silencio, sorprendido por su crudeza, pero él ni siquiera titubeó. Sabía que era una verdad que debía aprender a cualquier costo.

“La lealtad,” continuó, mientras ajustaba con cuidado un viejo reloj de bolsillo que siempre llevaba consigo, “no admite grises. O lo eres o no lo eres. Y, créeme, si no lo eres, tarde o temprano todo el mundo lo sabrá. Porque a los que traicionan, a los que van donde más les conviene, siempre se les termina notando.”

Hablaba con la certeza de quien había vivido lo suficiente como para entender lo que importa de verdad. Yo, en cambio, no sabía si tomármelo como un consejo o como una advertencia. Pero entonces me miró, con esa mezcla de firmeza y confianza que solo alguien que cree en ti puede mostrar, y me dejó sin escapatoria.

“Ser leal no es dar discursos bonitos ni colgar frases vacías en redes sociales. Tampoco es hacerte el buen compañero solo cuando tienes público. No. La lealtad verdadera es mucho más silenciosa... y mucho más valiosa. Es defender a los tuyos incluso cuando no están delante. Es estar cuando duele, cuando no es fácil, cuando no hay aplausos de por medio.”

Esa tarde asentí, aunque no comprendía del todo lo que intentaba decirme. Era joven, y pensaba que la vida era más sencilla, que las cosas eran obvias. Pero los años me enseñaron que tenía razón: la lealtad está en peligro de extinción. Hoy todos piensan en lo suyo, en lo que les conviene. Cambian de bando sin pestañear, se callan cuando deberían hablar, o te sonríen mientras te clavan un cuchillo por la espalda. Y luego tienen la desfachatez de preguntarse por qué nadie confía en ellos.

“¿Quieres que te respeten?” me preguntó. No respondí, pero él continuó sin esperar respuesta. “¿Quieres que te sigan? Entonces empieza por ser leal, incluso cuando no te convenga.”

Eso se me quedó grabado. Porque ser leal no es cómodo ni fácil. Tampoco se trata de ser un mártir, sino de tener principios, de entender que los tuyos son tu equipo, tu gente. Sin ellos, no eres nadie. Si los traicionas por comodidad, por miedo o por interés, solo estás dejando claro que no vales nada. Y, tarde o temprano, lo vas a pagar caro.

¿Sabes lo que realmente define a una persona? No es lo que dice. Es lo que hace cuando nadie la está mirando. Si hablas mal de un amigo cuando no está, no eres leal. Si culpas a un compañero para salvar tu pellejo, no eres leal. Si te quedas callado mientras alguien ataca a los tuyos, no eres leal.

Y sin lealtad, ¿qué te queda?

No te confundas, la lealtad no es justificar lo injustificable. Pero si los tuyos caen, tú los levantas. Si se equivocan, los ayudas a corregir su error. Esa es la diferencia entre construir relaciones fuertes o rodearte de alianzas de papel que se deshacen a la primera tormenta.

Ser leal cuesta. A veces, duele. Pero es lo que separa a los que valen la pena de los que no. Los leales no son perfectos, pero son los que siempre estarán ahí. Y eso, en un mundo lleno de falsedades, no tiene precio.

Ahora que pienso en todo esto, me doy cuenta de que me estaba preparando para esa última prueba. Para ese momento que llegaría tarde o temprano, cuando tendría que decidir entre mi comodidad y mi lealtad.

Ese momento llegó años después. Mi mejor amigo estaba en problemas. Todo el mundo le había dado la espalda, pero yo sabía que, aunque estuviera equivocado, él me necesitaba. Era mucho más fácil fingir que no lo conocía, hacerme a un lado, evitar las miradas de juicio de los demás. Pero recordé esas palabras. Recordé esa lección.

La Lealtad Eterna

 

Y me quedé.

No fue fácil. Ni cómodo. Pero fue lo correcto. Porque, al final, no es lo que tienes lo que importa. Es a quién tienes cuando todo se derrumba.

Así que te lo digo ahora, igual que me lo dijeron a mí: sé leal a los tuyos, o no vales una mierda.

Porque, si no lo eres, tarde o temprano acabarás solo.

Y no será culpa de nadie más que tuya.

Un abrazo. A.Y