Despierto cada mañana con el corazón lleno de gratitud. Basta con mirar por la ventana para recordar lo afortunado que soy: el cielo azul se despliega como una inmensa caricia sobre los tejados, y el sol, con su calidez constante, parece darme los buenos días con la familiaridad de un viejo amigo.
Vivo rodeado de belleza. No solo en lo que los ojos ven, sino en lo que el alma siente. Las personas que cruzan mi camino —vecinos, clientes, compañeros, colaboradores, amigos— son generosas, sinceras, llenas de historias y de confianza. A veces me detengo en mitad de una jornada, simplemente a observar: la sonrisa de alguien al recibir las llaves de su nuevo hogar, el abrazo espontáneo de un cliente convertido en amigo… y pienso: esto es vida.
Llevo más de treinta años trabajando como agente inmobiliario. Treinta años mostrando hogares, escuchando sueños, resolviendo dudas, conectando personas con espacios donde construir su felicidad. No es solo vender propiedades: es acompañar decisiones importantes, es construir futuro junto a otros.
Cada puerta que he abierto, cada contrato que he cerrado, ha sido mucho más que una transacción. Han sido capítulos en una historia compartida. Y hoy puedo decir, sin arrogancia, pero con profundo orgullo, que he dejado huella en cientos de personas que confiaron en mí. Muchos de ellos siguen escribiéndome, recomendándome, saludándome con cariño en la calle. Algunos ya son amigos de toda la vida.
El mundo que me rodea, con su paz, su belleza y su gente buena, no es casualidad. Es reflejo también de lo que uno siembra. Y yo he sembrado con dedicación, con honestidad, con pasión por mi oficio. Por eso cada día, mientras el cielo me sonríe desde lo alto, camino con la certeza de que he hecho lo correcto. Que estoy exactamente donde quiero estar.
Sean felices. Os mando un abrazo. A.Y
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