El desafío
El marido llamó a su mujer por el teléfono móvil para notificarle que se encontraba en el aeropuerto de Paris a punto de embarcar hacia Madrid. La mujer le deseó buen viaje de regreso y a continuación le dijo a su amante, desnudo a su lado, que les quedaban al menos dos horas de seguridad para seguir en la cama. Esta vez, el amante decidió jugar fuerte. El marido tenía la costumbre de darle por teléfono a su mujer el parte de su situación. Cuando salía de casa hacia el despacho, la llamaba ya desde el primer atasco y luego a lo largo del día la tenía bien informada. Cariño, en este momento me encuentro en el bar desayunando un café con porras; cariño, en este momento subo por el ascensor a la oficina; cariño, en este momento salgo a visitar a un cliente; cariño, ahora estoy en la calle Velásquez cruzando un semáforo. Puede que el marido le mintiera. Tal vez cuando le decía que estaba reunido con unos japoneses, en realidad se hallaba en un piano sauna en brazos de una polaca de 20 años, pero a su vez el móvil de la mujer también era capaz de emitir toda clase de ficciones. Ella se encontraba a veces con el amante en un hotel de las afueras, pero le decía al marido que su llamada la había pillado en la segunda planta de el corte ingles comprándole esa camisa que tanto le gustaba. De regreso a casa tarde, el marido, desde el coche, le notificaba cada diez minutos sus movimientos de aproximación. El amante había establecido un juego muy audaz: apurar hasta el máximo el instante de saltar de la cama. El record lo tenía en cinco minutos antes de que el marido entrara por el portal. Esta vez, el amante quiso extremar el desafío. El marido aterrizó en Barajas. Llamó por teléfono después de recoger el equipaje: quedaba media hora. Llamó desde el taxi en la autopista: quedaba sólo un cuarto. Llamó desde la calle de Goya: quedaban 10 minutos. La mujer le dijo al amante que se fuera poniendo ya los pantalones. “Ni hablar”, contestó el amante, “con el tiempo que resta aún te puedo hacer unas maravillas, querida”. Sonó de nuevo el móvil. El marido estaba aparcando en la acera: quedaban apenas unos segundos. Mientras el marido subía por el ascensor, el amante aún estaba en el cuarto de baño. Se cruzaron en el rellano, se saludaron cortésmente y se desearon buenas tardes. Esta vez, ambos batieron todas las marcas. El ascensor que el marido usó de subida, el amante lo utilizó de bajada.
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